LA INVASIÓN O EL RITO DEL DOLOR

Para los que nacimos en las décadas del 70 y el 80, la invasión a Panamá fue como un doloroso, confuso y obligatorio ritual de paso que aún, veinte años después, no terminamos de digerir. Experiencia terrible que poco se ha hecho por balancear, por analizar objetivamente, por describir en una perspectiva justa.

Niños durante la dictadura militar que dominó por la fuerza desde 1968, crecimos apenas conscientes de lo que murmuraban nuestros padres temerosos de hablar muy alto por la amenaza de un viaje a la Modelo, a la isla de Coiba o a una casa en un barrio cualquiera de dónde sólo se salía en un saco de henequén. Nosotros no teníamos esos problemas; después de todo, éramos "los hijos predilectos de la revolución": salíamos retratados con el general de turno en grandes vallas o en los diarios nacionales, y en navidad disfrutábamos cuando la Policía Nacional cerraba las calles de la ciudad, más pueblo grande que urbe moderna, para que montáramos bicicleta con libertad.

La Exposición, ciudad de Panamá, circa 1990Los más viejos de esa generación de seguro recordamos a Díaz Herrera confesando en cadena nacional de radio y televisión los delitos en los que participó desde el gobierno militar, y cómo olvidar los sangrientos crímenes que remataron una dictadura a la que la gente empezaba a retar en las calles de manera cándida con piedras, pañuelos y pailas vacías.

Algo sí es seguro: hasta los menores recordamos cuando las cosas se salieron de control y, como pasó a menor escala por más de cien años, el poder más grande que la mayor cantidad de dinero del planeta puede comprar, el ejército más poderoso sobre la tierra, decidió atacarnos. Inolvidable cómo poco antes de la nochebuena nos bombardearon con toda su capacidad, nos invadieron, nos sometieron con facilidad, probaron sus fuerzas contra una ciudad convertida en blanco de práctica dizque para llevarse preso al general al poder, eso sí, criminal internacional.

Así amanecimos en 1990, en la última década del siglo XX, marcados por este ritual que ni los que eran en esa época nuestros mayores terminan de entender. Hoy, contemporáneos todos en esta segunda década del siglo XXI que iniciará pronto, creo que debemos empezar a analizarlo más críticamente, a mirarnos en el espejo con el ojo del analista objetivo.

En la bibliografía nacional hoy encontramos novelas, colecciones de cuentos, poemarios completos, ensayos, obras de teatro, testimonios. Muchos testimonios. Esto sin contar artículos politiqueros que es mejor dejar en el olvido. Entre estos libros serios prima el dolor, el lamento por unas cicatrices que indudablemente nos dejaron sangrando, el intento de racionalizar una situación compleja que no se puede simplificar en gringos contra panameños, indios contra vaqueros.

El problema que tenemos con el 20 de diciembre es que a esa fecha se daban varias situaciones importantes en Panamá. Todas al mismo tiempo. Y es difícil para los autores no tomar partido por una u otra situación. Algunas terminaron de pronto con los bombardeos gringos; se cerraron, pero no acabaron con formalidad. Y lo peor: no se había terminado de recoger a los muertos, de remover los escombros, cuando muchos utilizaban estos hechos como banderas, aprovechándose políticamente de ellos. Por eso es difícil encontrar un análisis objetivo sobre la invasión de parte de los historiadores de la época. A nuestra generación, los que vivimos esa experiencia antes de la mayoría de edad (o a la que sigue), es a la que le tocará hacer esos análisis.

Por eso, cuando leemos sobre el tema nos encontramos con que unos separan a los muertos y condenan todo lo demás, aunque tengan que besar a Noriega en la boca. Otros ponen a Noriega de un lado de la balanza, solito del lado de los condenados, y se olvidan del resto (incluyendo los 20 años previos de la dictadura que teníamos entonces, la mitad del libreto con lo actuado por Noriega). Otros simplemente se olvidan de todo y hablan de una libertad que cayó del cielo, libertad que tendría valor si la hubiéramos peleado o si desde un principio no hubiéramos permitido la situación de Panamá el 20 de diciembre de 1989. Situación que, en muchas cosas, no ha cambiado; capítulo que aún no cerramos a pesar de los muertos.

Para hablar de ese día tenemos que recordar que al 20 de diciembre teníamos un Panamá (aún lo tenemos) dividido entre los que gobiernan y el resto. Un gobierno secuestrado desde el siglo XIX por gente a la que no le importa recurrir al que sea, incluso mercenarios o aprovechados extranjeros, o a lo que sea para lograr sus intereses. Un Panamá en que la mayoría de los gobernantes han estado sólo interesados en hacer dinero y le han tenido siempre verdadero terror al resto de los panameños. Así nos unimos a Colombia, nos separamos varias veces hasta la definitiva de 1903 y pasamos el siglo XX. Dinámica que sólo se interrumpió un momento durante las primeras décadas de 1900 cuando el gobierno se propuso crear un país moderno fundando instituciones educativas nacionales, archivos, sistemas, organizaciones científicas, sitios culturales, recopilando una historia, educando a gente para que educara a los más jóvenes que luego se convirtieron en la generación que entre finales de los 40 y el 64 en verdad lucharon por Panamá y obligaron al gobierno de la época a actuar a la altura.

Pero esto se acabó de pronto. En 1967 rechazamos un golazo, tres en uno, que nos iban a meter los gringos legalizando su estadía en Panamá y obteniendo permiso para hacer en el futuro lo que fuera con la excusa de la defensa del canal. A partir de entonces ocurrió lo inverso: decayeron los sistemas educativos, científicos, los archivos se dejaron a la perdición, la historia se olvidó o hasta se tergiversó, el imaginario panameño se cambió lentamente de uno de amor propio por uno de auto-menosprecio.

Pero, ¿por qué a partir de 1967? ¿Por qué decayeron de manera tan eficiente nuestros sistemas educativos, nuestra imagen de nación? ¿Será coincidencia?...

Tema para otro artículo, el asunto es que así llegó el 20 de diciembre de 1989 a un Panamá en guerra civil no declarada, con la autoestima por el suelo. Una en que un bando tenía las armas y el otro no. Y el bando armado apoyado por los mismos gringos desde 1968 hasta casi el final cuando los títeres al poder comenzaron a desobedecer a los jefes de la CIA. Esa guerra debimos evitarla los panameños o, ya avanzados los años 80, muy tarde para evitarla, debimos pelearla. Fue cuando actuaron los gringos, aprovechando la costumbre de meterse en Panamá, costumbre ilegal hasta el tratado de 1977 (mismo tratado que rechazamos en 1967) que le dio autoridad para usarnos de cartón de tiro al blanco y poner orden, un orden a conveniencia de ellos y de unos cuantos panameños.

El ciclo se repite, o quizás la ola no termina, y en este siglo XXI seguimos teniendo un Estado secuestrado por gente a la que no le importa recurrir al que sea para resolver sus problemas. Una gente que le teme al resto de los panameños (ni siquiera quieren que opinemos) y no le importa nada con tal de hacer sus marrumancias. Un Estado que además parece tener instrucciones para hundir la cultura que nos define, la educación nacional que nos debería enseñar a pensar de manera crítica, y que se enfoca en el crecimiento económico y no en el desarrollo de un país, de una Nación.

Al final me queda dando vueltas en la cabeza una interrogante ¿Fue necesaria la invasión? ¿Fue necesario ese ritual de paso para los últimos hijos del siglo XX? Creo que no. Debimos evitarla. A menos que ese golpe a nuestro amor propio hubiera servido (y no fue así) para despertar, para darnos cuenta que tenemos que desarrollar un proyecto de Nación como lo creyeron los primeros líderes de la era republicana.