No puedo evitarlo. Sueño llegar de madrugada a la vieja casa en Santiago. La calle cubierta de una neblina húmeda, estancada. Los grillos compitiendo en su canto oscilante con la vibración regular del farol blanco verdoso que ilumina la escena como en un vieja película de terror inglesa. Y no puede faltar: un perro tinaquero pasa silencioso, perdiéndose en la noche, difuminado.
Entro a la casa oscura y la luz del patio que se mete por una ventana me guía entre los muebles de siempre. Cascabeles y golpes, como manotazos, se escuchan en el patio. A lo lejos, muy a lo lejos, unos gallos se turnan insistentes en sus cantos.
Me asomo y los veo, algunos de pie, otros sentados en viejos taburetes: un grupo de hombres con plumas de aves y caretas de diablos horrorosos, discuten en un idioma infernal de bufidos y gruñidos. El olor a guarapo es intenso. Con seguridad, me acerco al más espantoso y mejor vestido de todos, mientras el silencio se apodera de los demás, y de un manotazo le arrebato el bastón.
El hombre, imponente, se pone de pie. Se lleva la mano a la máscara, la voltea hacia la nuca, me mira desde un rostro lleno de mucho de lo que a diario veo cuando miro en el espejo, y me habla en pájaro, el idioma que comparten aves y chamanes.
En ese momento despierto y comprendo. No son diablos, son los dioses que, enmascarados, regresan cada año.
La tradición de los diablos perteneció a mi familia la primera mitad del siglo XX. Mi bisabuelo, artesano dedicado, confeccionaba las máscaras de los Gran Diablos y, a su vez, era un reconocido bailador. Mi bisabuela cosía la vestimenta de los diablos, así como polleras y otros trajes típicos. Mi abuelo y sus hermanos, aún jóvenes, participaban en los trabajos requeridos, que no eran pocos. Pero, en algún momento, todo se detuvo. La tradición se perdió. Por alguna razón que aún no he podido dilucidar, abandonaron la costumbre. Podría decirse que el espíritu de los diablos abandonó esa casa de artistas, músicos y artesanos. Mi bisabuela siguió haciendo polleras, montunos y otros trajes, pero nunca volvió a confeccionar trajes para Gran Diablos. Y las máscaras nadie volvió a hacerlas, pues de un momento a otro los diablos dejaron de bailar en Santiago de Veraguas.
Años después, alguien le pidió a mi bisabuelo que volviera a organizar los bailes. Lo llevaron ante un grupo de muchachos pero, decepcionado por la falta de seriedad e interés, y quizás un poco por su personalidad muy severa, pronto abandonó el proyecto. Mis bisabuelos murieron en la década de los setenta, a una edad avanzada, y con ellos desapareció definitivamente la tradición de los Gran Diablos en Veraguas. Aunque no murió allí. Aún se celebra en otros pueblos del interior de Panamá. En algunos se ha hecho por cuatrocientos años en una tradición traida por los españoles y que en América se enriqueció notablemente con la influencia indígena y negra.
(Presione en la imagen para agrandar)
El origen del baile ritual de los diablos se ha perdido en el tiempo. Aunque diablos, caretos, correfuegos y otras criaturas similares son comunes en toda la Península Ibérica, la estructura del baile que conocemos hoy, siglo xxi en Panamá, es de origen catalán (según el folclorista español Joan Amades, las referencias escritas más antiguas que conocemos son del siglo XII, varios siglos antes de que la Iglesia Católica instaurara la celebración del Cuerpo de Cristo), pero el trasfondo es tan antiguo como la humanidad misma, con elementos comunes a todas las culturas: es la lucha entre el bien y el mal por el poder, por la luz, por el fuego que hará que, quien lo controle, domine el mundo.
En Mesoamerica, y en Panamá es igual, son los antiguos dioses de las naciones originarias del continente, obligados a esconderse bajo rostros horrorosos, con colmillos y pelos bestiales, convertidos en criaturas extrañas, que hoy sólo se les permite volver el día de Corpus Christi, a mediados de junio, al mediodía del solsticio de verano boreal.
Así, doses-diablos, arcángeles, el sol del mediodía durante el día más largo del año como trofeo (el sol en su poderosa plenitud), un toro salvaje de origen evidentemente mediterráneo y otros animales con cualidades humanas, son usados como símbolos de esa lucha eterna entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad. Eso era lo que se hacía en el Santiago de Veraguas de mis mayores hace setenta años y más. Es lo que hoy se hace en la Villa de Los Santos, en Portobelo, en Parita, en Garachiné y en todos los lugares, en Panamá o donde sea, en que los Dioses-Diablos salen a tomarse el mundo.
—
Fotos por el autor durante el Corpus Christi en La Villa de Los Santos en 1994. De arriba abajo, izquierda a derecha: Gran Diablo, el Torito Guapo, la Montezuma Cabezona, las Mojigangas, la Danza de los Gallinazos, las Danza de las Enanas y la Danza de la Montezuma Española.