SUEÑOS

Cosas que nos trae el marAquella madrugada, muy temprano, cuando aún el cielo era incoloro y los otros dormían, la niña despertó de pronto, sin sobresaltos, con una extraña sensación de gozo y alegría igual a la que había sentido en su último sueño. Por primera vez en mucho tiempo había dormido profundamente, disfrutando la aventura inigualable de los sueños hermosos que habían terminado, así de repente.

No había nada que explicara su súbito despertar. Los otros niños todavía dormían, revolviéndose de rato en rato, como siempre había sido; el suave murmullo de las aguas al bajar rápidamente por el canal era el normal, de todos los días; el ruido que producían a lo lejos los animales de la noche era el habitual; y el siseo de la fría y húmeda brisa nocturna al colarse por las rendijas de la vieja madera que cubría la entrada, era el conocido silbido de todo el tiempo. Nada, en la aparente quietud de aquella noche corriente, aclaraba por qué había despertado de forma tan repentina.

Pero no importaba. Ella ni siquiera pensaba en eso. Había soñado con su hermosa madre, de cabellos de oro que peinaba con ternura con un suave cepillo. Luego, en el sueño, la madre se viraba y con cariño y delicadeza la abrazaba, y sin decirse palabras, ambas disfrutaban del placer que hay en compartir con alguien que incondicionalmente nos quiere.

La sonrisa del sueño aún no se borraba de su rostro, y el sabor de la felicidad aún le llenaba la mente, aunque era extraño que así pasara. Pero ella dedicó el tiempo a recordar una y otra vez aquel hermoso sueño en que compartía con su madre, hasta que todos los niños despertaron, poco antes que fuera completamente de día.

Al amanecer, todos se levantaron y sin decir palabra movieron el tablón que los protegía de los ratones y otras alimañas y, tras salir, lo volvieron a su lugar. Luego, con el acostumbrado mal olor del agua inmunda de la zanja, que ese día les llegaba hasta los tobillos, se dirigieron en fila, por el sendero de las ratas, hasta la salida cuya tapa de metal tuvieron que levantar entre tres.

*****

Y así, sin más, los niños se dispersaron por la ciudad. Unos en pareja, algunos solos, encaraban al ruidoso y demencial tráfico que empezaba a pulular a medida que la urbe despertaba. Otros, casi siempre en grupos de tres, se enfrentaban a los hombres, a quienes quitaban algo, huyendo luego cada cual por su lado. Algunos, menos agresivos, dedicaban su día a recoger o a entregar los paquetes que un hombre, que siempre aparecía en la esquina de una gastada casa, les pedía que entregaran o recogieran de otros taimados individuos, que casi siempre se aparecían en coloridos autos de lujo por las sucias callejuelas de aquel barrio decrépito.

El día de la niña no fue diferente y pronto olvidó las alegrías que su mente dormida le regaló aquella noche, y se enfrentó con la valentía de siempre a la vida que ya la esperaba afuera del alcantarillado. Para vivir pedía dinero, parada sobre la raya amarilla de una negra avenida de la ciudad, a la cual llegó tras una hora de camino, y donde asomaba a las ventanas cerradas de todos los carros que por allí transitaban su rostro doloroso y sucio por el hollín del diesel quemado, dejando marcados a casi todos con la mugre de sus manos, y recibiendo nada en la mayoría de los casos.

Y así, tras observar innumerables peleas entre conductores, vendedores ambulantes, peatones y varias combinaciones de todos ellos, tras ser insultada, empujada, golpeada y varias veces manoseada, tras ser testigo del atropello y muerte de dos personas, tras presenciar la venta lícita o ilícita de objetos, alimentos, drogas, animales, servicios y hasta personas, tras ver cómo el sol subía por la derecha hasta llegar muy alto y bajaba por la izquierda hasta desaparecer detrás de un lote vacío, donde antes quedaba el último árbol de toda la larga calle, bajo el que a veces se refugiaba del calor, la niña se dio por vencida y caminó de regreso a su hueco, cansada y con sólo unas pocas monedas y un pedazo de emparedado mordido, que alguien a quien ya no recordaba le había regalado, para compartir la noche con los demás niños, que para ese entonces debían estar recorriendo el largo trecho de vuelta.

Pero ya, como siempre, se había olvidado de la mayor parte de los rutinarios sucesos de ese día. Desde hacía mucho tiempo conocía las maneras de sacar de la mente todo aquello que no le gustaba, todos esos instantes de martirio que debía soportar estoicamente. Por suerte para ella, tenía amigos entre algunos de los niños que le daban de esas cosas que conseguían de un tipo en una esquina y que servían para no recordar. Para no sufrir con los recuerdos. Para no llorar. Porque en la calle nadie llora. Porque llorar, no sirve de nada.

*****

Esa noche, como todas, los niños se congregaron bajo un poste iluminado, bastante cercano a la entrada metálica de su lóbrego hogar. Allí intercambiaron cigarros, pitos, agujas, piedras, pipetas, y lo poco de comida que durante el día robaron, les regalaron o se ganaron a cambio de algo. Pero los niños no dialogaban, no jugaban, no reían; tan sólo consumían sus vidas inútilmente, como el etéreo humo de las sustancias que se fumaban, bajo la luz terrosa de un farol de una calle.

La noche, esa noche, era tranquila. El aire se movía un poco, con flojera, como el tráfico que también era esporádico, pero no hacía calor, y los policías, que a veces iban sólo a golpearlos y acosarlos con desdén, habían decidido pasar esa noche merodeando por otro lado.

Por fin, cuando la modorra agobiante de la mitad de la noche los contagió a todos, decidieron sin palabras ponerse de pie para empezar a caminar quedamente, con desgano, hasta la tapa de su hoyo en el concreto, que entre tres debían levantar con la ayuda de una vara que escondían en una grieta secreta en la acera de enfrente.

De pronto, un auto veloz dobló por la esquina, y pasó frente a los niños, lanzando por la ventana una cajeta de colores brillantes. Todos corrieron, peleándose por alcanzarla primero, pero fue la niña, la más ágil de esa gavilla de chiquillos, la que llegó y la tomó primero.

Sin nadie que la molestara, se quedó inmóvil en el centro del camino, contemplando con orgullo e inocente placer infantil a través del plástico transparente de aquella gran caja de muñecas, apenas una de las tantas que esa niña afortunada tiró despreocupadamente a la calle. Luego, con amor y adoración cerró los ojos y abrazó fuertemente el obsequio que alguien a quien nunca conocería le había dado, y por segunda vez en ese día, pero con la intensidad inconmensurable de la realidad, la niña sintió esa extraña sensación de gozo y alegría que sólo se vive en los sueños.

Y fue tal la emoción y euforia que sintió por el regalo que le dieron, que no oyó el camión que pitó, frenó y trató, con la inútil pericia de aquel conductor, de esquivarla, desviándose lejos del centro del camino.

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Y así sucedió la espantosa tragedia. Los niños se dispersaron y cada uno durmió esa noche lo más lejos que pudo de ese lugar. El chofer del camión demoró más de veinte minutos en bajarse de la cabina, y cuando lo hizo caminó sin sentido varios kilómetros antes que lo pararan y se lo llevaran. La policía llegó, mucho después, y en una camioneta cumplieron fríamente con su deber de madrugada. Y cuando por fin concluyó todo aquello, a lo que casi nadie prestó atención, me acerqué a la única posesión que orgullosa tuvo la pequeña niña, y vi con horror que tan sólo se trataba de la caja, cruelmente vacía, de una de las tantas muñecas que una niña afortunada tiró con desidia una noche a una calle cualquiera.


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© José Luis Rodríguez Pittí, texto e imágenes. Todos los derechos reservados.
"Sueños" publicado por primera vez en "Crónica de invisible" (UTP, Panamá, 1999)
"Cosas que nos trae el mar, #34" aparece por primera vez en esta página.
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