EL PINTOR CALLEJERO

Ocurrió a mediados de enero, en una noche de plenilunio. Todavía era temprano. Aún se veía ese último manto de luz solar, cuando ya la luna hermosa, bruñida, de plata, se elevaba enorme por donde nacen los astros tras los edificios de la ciudad.

Fue una nítida noche de luna llena, debo admitirlo, pero en ese momento no lo era para mí. Mis penas y frustraciones me perseguían y me atormentaban, me esperaban a donde iba y caminaban a mi lado haciéndome sentir un ser miserable a la vista de los demás.

Traté de huir, pero físicamente me fue imposible. Caminé varias cuadras al lado de tan incómoda compañía, hasta llegar al parque, ya vacío. Quería relajarme, meditar, liberarme de esos males y preocupaciones, ayudado por el rico néctar de caña que compré en una tienda en el camino.

Así que me senté en una banca. Miré hacia el cielo, hacia la presumida luna, y del pico de la botella me tomé un buen trago de ron. Esperaba tranquilizarme y encontrar la paz en aquel sereno lugar, ayudado por la brisa del incipiente verano y aquel precioso líquido. Pero no era fácil: rodeándome, sentadas y de pie, todas esas preocupaciones que me siguieron hasta el parque empezaron a reírse a carcajadas de mi. Al mismo tiempo. Mirándome con mofa. Burlándose.

Decidí ignorarlas. No hacerle caso a sus payasadas. Así que cerré los ojos y seguí bebiendo, prestándole atención sólo al calorcito que sentía en el estómago con cada trago. El tiempo pasó, medido por el contenido de la botella que como un reloj de arena se vaciaba cada vez más. Pronto, me sentí emancipado. Renovado y relajado, ahora sí podía hacerles frente y reír también con ellas. Así que abrí los ojos y fue cuando me di cuenta que el parque entero había sido invadido por tantas de ellas que ocupaban las bancas disponibles, enojando a los pocos transeúntes que querían sentarse y no podían, y me miraban con mala cara mientras seguían su camino murmurando, como si fuera mi culpa.

Pero ya nada me interesaba. Me reía de ellos igual que de mis molestias, que reían y reían a su vez todas de mí. Eran tantas haciendo barullo (y yo con ellas) que el parque temblaba y los árboles se movían de un lado a otro. Poco a poco la gente, creo que asustada, dejó de pasar.

Siguió fluyendo el tiempo que arrastró consigo todo el líquido. Ya para entonces no podía ver más allá de unos metros, y sólo prestaba atención a quien compartía conmigo la banca, la preocupación más necia y grande de todas, la que más se reía y parecía comandar a las demás. Su rostro cambió de pronto, se puso seria igual que yo, tomó la botella vacía en sus manos y la estrelló en mi cabeza. Lo último que recuerdo es el ruido de mil carcajadas apagándose en mi cabeza.

*****

Y desperté de pronto, sobresaltado y con miedo, en un lugar extraño, un hoyo en el concreto, tal vez una alcantarilla, tenuemente iluminada por una vela madura, cuya cera gastada cubría casi por completo la roca en que reposaba.

En las paredes, un mural complejo hacía ver aquel hueco como una amplia habitación, diría que un estudio lleno de libros, amueblado y decorado sobriamente. En una esquina del mural, dibujados también, un caballete y una mesa pequeña sobre la que habían dejado desparramados algunos pinceles y frascos de pintura. Finamente dibujadas, dos ventanas abiertas dejaban ver un paisaje fantástico, irreal, pero creíble, de una gran meseta de piedra sobre la que había una ciudad majestuosa.

Me incorporé sobre el cartón en el que estaba tendido. Mi cabeza palpitaba. Me toque instintivamente, pero no había sangre. Confundido y asustado, me arrastré hacia la puerta dibujada al final del agujero cuando una voz, desde mi espalda, me interpeló:

—¡Oye! Desgraciado. Te vas así, ¿sin darme un simple “gracias”?

Me di la vuelta y lo vi por primera vez. Tendría como treinta años. Barbudo y desaliñado, con ropas viejas, me miraba con sus ojos pequeños, inteligentes, inquisitivos.

—Te encontré hace dos noches tirado en el parque —me dijo—. Cuando llegué, te habían dado un botellazo y te iban a robar... ¡Te iban a joder! ¡Y eran apenas unos chiquillos! Pero con la borrachera que tenías... Te salvé. Los ahuyenté. Te traje a mi casa... Mira, no espero nada de ti, pero... Ven acá, esperaba aunque sea un simple “gracias”.

Estaba sentado en un banco de madera a un metro de donde yo había estado acostado. Lo escuché serio y con un dolor de cabeza cada vez más grande. Pero tenía razón. Instintivamente me toqué la muñeca y todavía tenía el reloj, que aunque no era muy valioso, era mi reloj. En el bolsillo de mi pantalón aún tenía la billetera. Por lo visto no pudieron hacer más que darme el feo golpe. Le di las gracias y le pregunté dónde estaba y quién era.

—Obviamente en mi casa —dijo mientras hacía un gesto abarcador con las manos. Hizo una pausa, mirando al infinito y siguió:

—Vivo aquí, apartado de la gente, exiliado del bullicio y la inmundicia humana, pero en medio de ella. No debo nada a nadie y lo poco que necesito lo consigo pintando. Soy pintor. Un pintor libre. Un artista independiente de verdad. Para mí, pintar es lo único, así que lo hago sin restricción, para liberar todo lo que pasa por mi mente, todo lo que siento. Casi siempre pinto la ciudad, las paredes, pinto opiniones, mi visión. A veces hago cuadros que le vendo a un tipo mediocre que dice ser pintor y haber estudiado... ¡Qué sé yo! ¿París? Me enteré que ha vendido algunos a su nombre pero, ¡qué carajo! No pinto para que me conozcan, y gracias a él puedo comprar los materiales y pintar y pintar más cuadros y más paredes.

—Y, ¿tu nombre? —pregunté por cortesía, porque no había que darle mucha cuerda para que hablara.

—No preguntes. Mi nombre no importa —dijo abriendo los ojos, exaltado, como lleno de furia—. Tampoco preguntes por mi pasado, ni por qué decidí vivir así. Sólo importa el presente en el que vivo y siento y pinto, para mostrar al animal hombre, para denunciar sus vicios, sus maldades, sus inmoralidades. ¡Estupideces! Y pinto para mostrarle al mundo esas cosas hermosas, pero sencillas, que debería buscar y lograr el ser humano pero que a veces olvida en su apurada carrera por... ¿Como le llama? ¿El éxito? ¿Ideales? ¡Qué sé yo...! Igual no son más que fanatismos, majaderías, producto de ansiedades y culpas... Pobres hombres atormentados.

“Está loco”, pensé. Hablaba de hombres atormentados mientras vivía exiliado en un hueco bajo alguna calle de la ciudad. Hablaba de ideales fanáticos cuando él mismo pintaba como medio de lucha en una cruzada idealista en la que sólo él estaba.

Habló bastante más, frenéticamente, repitiéndose. Me mostró algunos bocetos de murales que pensaba hacer en diversos lugares y, la verdad, es que eran impresionantes. Los sacó de una caja detrás del caballete que, al principio, había creído que estaba pintado en la pared. Me habló de sus murales ya terminados, algunos de los cuales yo recordaba haber visto en diferentes lugares o en un reportaje de televisión sobre graffitis. Y, sí, por algunos había sentido exactamente las sensaciones que él decía haber querido expresar. La mayoría me habían impresionado.

Siguió sacando dibujos hechos a lápiz sobre viejas hojas de papel, algunas usadas y rayadas por un lado, otras ajadas y amarillas por el paso del tiempo. También me mostró algunos lienzos terminados que pensaba vender al “pintor mediocre”, como lo llamaba. Tanto los dibujos a lápiz como los lienzos al óleo estaban muy bien logrados y todos daban la impresión de algo grandioso, con vida, que hablaba y mostraba en imágenes estáticas la dinámica de una idea, el animado sentimiento que el autor quería entregar al espectador. Aunque mi formación no me hacía un experto en artes plásticas, podía darme cuenta que estaba ante un verdadero, aunque desconocido, maestro de la pintura.

Finalmente me mostró el último de sus cuadros. Un hombre enorme, atormentado por miles de hormigas que le mordían los pies. El punto de vista bajo hacia ver a los insectos como monstruos horrorosos, pero así mismo al hombre como un gigante de proporciones indescriptibles que cobardemente se miraba y se reía con cara de idiota mientras las hormigas se lo comían implacablemente. El fondo, sencillo y complejo a la vez, mostraba un cielo teñido de un sublime tono azul oscuro con una luna de plata, una luna bruñida, una luna hermosa de plenilunio y a lo lejos, acercándose por la derecha, un niño pequeño, muy pequeño, que corría resuelto hacia donde el hombre con la evidente intención de ayudarlo.

De pronto, comprendí con horror aquella escena. Volví a ver el rostro del gigante y vi que era el mío. Era yo el que se reía estúpidamente en una noche de luna llena a mediados de enero.

*****

Y desperté de pronto, sobresaltado y con miedo, en un lugar extraño de blancas paredes. Era un hospital donde estuve tres días inconsciente, tres días sin sentido, por un golpe en la cabeza recibido indefenso por los efectos del exceso de alcohol.

Según pude saber, me habían encontrado unos policías tendido en un parque con una botella rota en la cabeza. Me llevaron al hospital y notificaron a mi familia. Unos tipos me había atacado, pero no pudieron robarme gracias a que aquellos dos policías que pasaron en el momento preciso.

Nunca había vivido una experiencia como esa y hoy creo que realmente tuve suerte. Eso marcó un punto en mi vida, que me hizo buscar ayuda. Aún así, me costó mucho. Han pasado dos años desde entonces, y sólo gracias a un poder superior y al apoyo de mis compañeros en las reuniones diarias he podido estar sobrio todo este tiempo y enfrentar mis preocupaciones de otra manera.

Gracias a mis compañeros, mi poder superior y algo más.

A los dos meses de aquel suceso, salí a caminar una tarde y pasé, casualmente, frente a una galería. Me detuve frente a la vidriera extrañado. Desde la calle se podía ver el cuadro de un afamado artista, cuyo nombre no diré, que me atrajo poderosamente y me obligó a entrar. Hasta ese momento había creído con sinceridad que lo de aquel pintor callejero y su peculiar hueco no había sido más que un sueño extraño en el hospital. La pintura, mostraba la escena de un gigantesco hombre atormentado por pequeñas, pero monstruosas hormigas, en una noche de plenilunio.

Compré el cuadro y he buscado al autor verdadero. Incluso, en mi afán por encontrarlo, me atreví a hablar con el supuesto autor que, claro, se sintió insultado ante mis cuestionamientos. Pero todo ha sido en vano.

Así que ahora lo tengo colgado en mi oficina, frente de mi escritorio, y todos los días lo observo y me río de la cara de borrego de aquel hombre que no quiere enfrentarse a tan pequeñas e insignificantes hormigas.


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© José Luis Rodríguez Pittí.

Esta versión corregida del cuento es la que aparece en "Sueños urbanos" (Panamá, 2007).