Un hombre vestido de negro perfecto camina por el solitario hospital. Quedan poco más de seis minutos de plazo para que las dos manecillas del reloj se encuentren en cero. Una que otra luz ilumina con dureza partes del oscuro pasillo por el que avanza. El calor es inhumano, la humedad hincha la atmósfera. En cama los enfermos sudan su dolor.
La figura gira en la esquina y se le puede ver algo mejor. Lleva un ramo diminuto de flores blancas.
El silencio casi perfecto es roto por un quejido triste. Un colchón cruje al moverse un enfermo insomne. Alguien tose con fuerza al tratar de expulsar algo más que sólo flema. Extrañamente, no hay médicos, no hay enfermeras. La soledad es rotunda.
Finalmente llega a la habitación. La 121. Ocupada por tres hombres. Dos duermen profundamente, sedados tal vez. El tercero lo mira y dice sereno:
—¿Ya es hora? Finalmente veo tu rostro.
El hombre de negro camina a su lado y coloca las flores en un vaso de agua junto a la cama. El otro las mira resignado, y luego a la oscura figura.
—Apura. Acaba ya con lo tuyo —le dice inquieto.
Con lentos gestos, el umbrío personaje toma una gran almohada y la coloca sobre el rostro del otro. La presiona y pacientemente espera a que transcurran completos cinco minutos. La tiende de nuevo en su lugar y tranquilo se retira.
Al amanecer reportan muerto a uno de los pacientes de la habitación 121. Escriben que fue por causas naturales, quizás por su edad avanzada. Había sido ingresado para un examen. Por dolores. Lo sacan y entregan las pertenencias a los familiares.
Nadie vio jamás al hombre de negro. Nunca nadie reclamó las flores blancas que fueron a dar a un tinaco de plástico.
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© José Luis Rodríguez Pittí
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