ESCRIBIR EL CARIBE DESDE EL NORTE DEL NORTE

Cae la nieve desde temprano sobre la ciudad de Toronto. Los niños caminan hacia la escuela y yo avanzo con ellos. Cuando nieva, el aire se vuelve más transparente y parece que las ideas pueden fluir de manera más rápida. Como harina cernida, la nieve cubre las aceras y jardines, y es más fácil moverse en las misma calle por la que lentos transitan los vecinos en sus autos, cuidándose de no derrapar. Además, los encargados del municipio desde temprano las han cubierto de gruesas partículas de sal que alteran la química del agua impidiendo que se congele a cero grados. Pronto pasarán vehículos especializados empujando la nieve acumulada, limpiando las aceras, regando en cada camino más sal y todo estará controlado. Pero, de momento, todos nos movemos en la calle. Me concentro en mi hijo y lo observo a sus siete años caminando conmigo hacia el colegio. En Panamá no tenemos aceras para movilizarnos. En Panamá, la ciudad capital de Panamá, una de las ciudades más ricas del Caribe, no hay aceras para caminar. En Panamá, ni siquiera existe un servicio funcional de taxis o buses o de recolección de la basura. Y a muchas escuelas lejos de ese centro millonario sólo puede llegarse tras una aventura llena de peligros en los que cada año pierden la vida un número terrible —criminal— de maestros y niños.

Pero Panamá es considerado en la región como un país privilegiado. Cuando los españoles se aparecieron perdidos por esas tierras hace quinientos y tantos años alguien les dijo que al sur, en los mismos límites de ese territorio al que acababan de llegar, había otro mar con unos artistas del oro superdotados, capaces de hacer piezas de una belleza extraordinaria, en un poblado que —ahora se sabe— tenía más de dos mil años de antigüedad y, al parecer, se conocía con el nombre de Panamá. Y entonces, al igual que ahora, donde hay orfebres, debe haber oro o, al menos, debe ser el paso obligado de la ruta de los tesoros de Abya Yala. Y no se equivocaron. Buscando las fuentes del oro descubrieron plata. Y a esa ruta antigua pusieron uno de los pasos más importantes de lo que el historiador Alfredo Castillero Calvo ha llamado "la primera globalización": plata extraída del Perú viajando en cantidades inmensas hacia México y luego a la China, sedienta de ese mineral agotado en ese vasto territorio y que necesitaba para hacer funcionar un imperio inmenso, mientras que de China enviaban de vuelta manufacturas de toda clase para alimentar a una Europa que se maravillaba con objetos que le eran desconocidos, con materiales fabulosos, con productos como la porcelana que se tardarían cientos de años en poder confeccionar con calidad similar. Eso y las riquezas robadas a fuego y espada, y la gente que, extraída a la fuerza de su tierra —como si fuera un recurso natural inanimado— o de forma voluntaria —con la promesa de una riqueza fácil (estaban convencidos que iba al País de la Cucaña, donde los jamones saltan ya cocidos de un lado a otro del camino y los árboles dan monedas en lugar de frutos)— circula desde entonces entre África, América, Asia y Europa, pasando precisamente por ese Panamá que ya menciona con su nombre y cualidades Lope de Vega en 1613.

Pero el país donde nací no es diferente a los otros de esa zona que encierra el mar Caribe. Los países de los archipiélagos antillanos y de ese archipiélago imaginario que es Centroamérica, como le ha llamado el poeta salvadoreño Miguel Huezo-Mixco, ese «todo fracturado, desconocido, diverso, contradictorio [...] que parece pudrirse y, sin embargo, pervive». Ese territorio que limita a un mar en el que pululan piratas y corruptos y por el que han circulado multitudes provenientes de todos los confines del planeta, sembrándolo de una riqueza cultural extraordinaria, parece que existiera sólo para ser explotado de forma rápida y brutal. En el Caribe en el que nací se debe sobrevivir a pesar de la violencia más exagerada del mundo y de la pobreza más injusta: en el Caribe en el que nací, las políticas públicas de todos sus países están dedicadas a la construcción de colosales infraestructuras para el tránsito marino, para las reexportaciones o para las grandes explotaciones de recursos naturales. El Caribe en el que nací es un sólo gran corredor comercial donde el ser humano no se desarrolla aunque podría hacerse extraordinariamente rico, como ese hombre de La dama boba que "viene de Panamá, con cadenita de oro al cuello, vienen de Panamá, gran jugador del vocablo, viene de Panamá, no da dinero y da manos, viene de Panamá".

Regreso mi atención a los niños en la nieve. Ya hemos llegado a la escuela y entre todos hicieron una gran bola de nieve y tratan de colocar otra más pequeña encima. Terminado el proyecto, mi hijo y otros niños se deslizan de una pequeña pendiente y a mi mente viene clara la voz severa de mi padre advirtiéndome sobre la nieve que ahora se le debe colar en las botas y la ropa que no es impermeable y que se le derretirá al entrar a clases, mojándolo todo. Pero mi padre, aunque tiene razón, nunca estuvo en este paisaje, que parece una escena pintada por William Kurelek que desde un marco que de alguna manera debe existir alrededor de nosotros, se ríe divertido. Empiezo a llamarlo para advertirle, pero ya el reloj marca la hora de entrar a clases y los niños corren. Mi hijo, preocupado me dice "papá, no encuentro mi mochila". Miramos alrededor de ese paisaje blanco perfecto y no vemos nada. De alguna manera se ha esfumado (Kurelek sigue riendo y desde fuera del marco otros espectadores de seguro reirán por mi desesperación).

Reminiscencias de la juventud (1968, Art
Gallery of Ontario) de William Kurelek

Pero no importa. Mi mente sigue su viaje: mi hijo que apenas tiene siete años nunca ha estado en la escuela en Canadá y lo llevo al colegio panameño. Allí todos con uniformes perfectamente almidonados y cortes de cabello regulados por las autoridades escolares hacen filas ordenadas bajo el sol para cantar un himno y jurarle a una bandera. Estos son niños privilegiados. Asisten a una escuela manejada por una orden de sacerdotes católicos y, además de los símbolos de una nación que es igual a las naciones vecinas en el Caribe, aprenden que de ese colegio han salido varios presidentes, incluyendo uno que ya no mencionan porque en este momento está preso, esperando juicio, y aprenden ciertas marcas especiales que sus compañeros y los padres exalumnos de algunos de ellos llevan como signos de pertenencia a una organización exclusiva que dirigirá al país y entre cuyos miembros es necesario ayudarse. Algunos estudiantes mayores con sables y mosquetes de juguete custodian las insignias del colegio y dos de ellos con rangos de mentira adheridos a sus quepis militares izan la bandera junto a una estatua de Santa Juana de Arco, instalada por un presidente exalumno que la sacó a la medianoche de un fin de semana de un colegio público en un edificio histórico de la ciudad.  

Estos niños son los privilegiados. Son los que harán en el futuro las grandes obras de infraestructura y administrarán los gobiernos diseñados para la explotación brutal de la que se encargarán algunos bendecidos por alguna tradición que une a ciertas personas o ciertos apellidos con esos llamados 'negocios' que suman tanto dinero que hacen de Panamá un país con un producto interno bruto per capita altísimo. La mayoría de los contemporáneos de mi hijo no tienen ni siquiera escuela a la que asistir. En Panamá la educación es una especie de utopía. A medida que uno se aleja del centro de la ciudad, las escuelas van desapareciendo, convirtiéndose primero en edificios cada vez con menos mobiliario, luego en ranchos y finalmente en un techo de paja y una tabla en la que un maestro escribe lo poco que puede enseñar a niños desnutridos. Pero es difícil ver esas escuelas: los que asisten a ellas, incluyendo a los educadores, deben recorrer cordilleras en las que no hay caminos y cruzar ríos caudalosos sin ahogarse. En las ciudades sí hay el edificio con un mobiliario básico que se compran o modifican con licitaciones millonarias. Pero no existe el sistema de enseñanza. A esas escuelas asiste un niño que conocí una vez y que no habla con nadie.

«Corriendo me voy hacia el cuartel de bomberos. Un gentío observa alrededor del cadáver de un niño de unos ocho años con tres balazos en la cabeza. Una mujer de ropa extraordinariamente apretada grita mientras dos más la sostienen, como si evitaran que se le fuera a abalanzar a un enemigo. Unos chiquillos señalan al muerto y se ríen mientras dicen vulgaridades; uno de ellos se acerca y le mete un dedo en el ojo. Y es entonces cuando lo veo. Me siento aliviado que el muerto no es Guachimán, callado y serio, invisible entre todos. Observando. Aguaitando.»

«A sus ocho años Guachimán ha sido testigo de más violencia que la que yo he visto simulada en televisión. Hace una semana vio cómo mataban a su vecina disparándole en la cara y cómo luego la policía entraba armada al edificio y, en una confusión que nadie ha podido aclarar, mataron a tiros a un bebé, hiriendo a la mamá que nadie sabe si sobrevivirá. Todo los días ve en los basureros como aparecen cadáveres, a veces fetos, a veces mujeres, de vez en cuando un piedrero que fumó más de la cuenta. La violencia lo rodea, la violencia lo persigue, la violencia trata de apoderarse de sus sueños de niño; hace dos años la violencia fue la que obligó a su abuela a mandarlo a esta ciudad después que mataron a su papá a machetazos en su isla. Tranquila isla en el Caribe a la que Guachimán anhela volver.»

Anhelar el Caribe. Camino por una sección muy especial de Eglinton West, una avenida larguísima que divide a esta ciudad rectangular por la mitad más angosta. Voy a comprar los ingredientes para preparar un sancocho de gallina, el plato más emblemático de Panamá. En la calle unos tanques metálicos de petroleo cortados por la mitad son usados para asar jerky chickens y, a pesar del frío, la gente se reúne afuera de las barberías y se escuchan ritmos de dance hall como en cualquier calle de Kingston, Jamaica o Colón, Panamá. En la ventana de un local se ve una caja plástica con patitas de puerco flotando con pepinos en jugo de limón: sao, que en Panamá se vende en las calles en cubos de plástico exactamente iguales a ese. Vuelvo al Caribe. Entro a la tienda y le pregunto a la guial —de pronto las muchachas de esta parte de la ciudad son guiales— si tienen ñame, y me señala con la boca en dirección una gran bandeja donde además hay yuca y otoe. Y me recuerda que todavía hay pan bon y que todavía tienen guandú en su vaina, el frijol emblemático de la navidad caribeña. En el ambiente, el ritmo es de calypso. Mientras pago mi compra, pienso que es de noche y esta misma calle sería peligrosa en el Caribe. Acá se puede salir a hacer compras de noche y no esperar que a uno lo maten mientras le roban un teléfono o los zapatos. Esa paz no tiene precio. No sé si pueda anhelar volver al Caribe.

Anuncio del 2o Encuentro de Literatura Hispanoamericana en París, en la Casa de México

De vacaciones sí. Volver a La Habana, Santo Domingo, Limón, Santa Lucía, Cartagena, Santiago de Veraguas o unos días en alguna isla de Guna Yala. Volver a su gente, con su riqueza musical, gastronómica, linguística, a sus celebraciones populares. A su mar inefable. Pero no anhelo vivir en esa zona violenta, controlada por mafias.

Sigo mi camino de vuelta con las verduras de la sopa en una bolsa y en mi mente puedo escuchar el mar al golpear los pilotes que sostienen la casa de madera construida sobre las aguas. A lo lejos se escuchan los botes de los pescadores meciéndose y en el cielo la vía láctea mancha el cielo nocturno de estrellas.

«Alice está harta. Como pudo él ser tan idiota para poner en duda lo que le contó. Para ella es doloroso. Ya hace años su papá hablaba sobre eso, aunque lo hacía más sobre el asunto económico. Cada Navy Seal le cuesta al país millones de dólares en preparación y equipamiento y aquí mataron a una docena. Esas muertes son vox populi. Igual de doloroso es que pusiera en duda el informe. Claro que la culpa es de esa orden que dieron de no bombardear por el sitio en el que estaba ese aeropuerto. O él cree en esas idioteces de los "bombardeos quirúrgicos". Allí no lo hicieron porque este país no es uno, son dos, y en ese que apenas es un barrio, viven los aliados de esa invasión, mientras que en el otro vive el enemigo, el otro: esos seres sin alma sobre los que se podía disparar todo ese arsenal de experimentación. Pero lo peor de todo es que John haya puesto en duda que su propia gente, mal armados y sin equipos de avanzada, hayan despachado a más navy seals que en ningún otro lugar del mundo.»

Alice comienza a creer en esta historia que les cuento que John no es más que un revolutionary sexy symbol, vacio e incapaz de promover el cambio del que a veces habla entre tragos, en una zona del mundo que requiere un cambio total de sistema. Pero no es sólo eso. John es producto de la cultura que todo lo permea. Es el resultado de ese mismo sistema en el que las carencias materiales incluyen la falta de documentación, la materia prima para la investigación y nuevas publicaciones, punto en el que empieza un círculo vicioso. Alice no lo entiende aún, pero John es una excepción en su mundo y es mucho lo que ha logrado, influido quizás por algunos de los mayores que han podido formarse y aprender a pensar. Para Alice es difícil de comprender, pues ella viene de un mundo donde es importante la inversión de recursos en investigación. Por eso él no sabe nada de esa invasión que vivió en casa de su abuela, desde donde vio morir vecinos de formas espantosas mientras que Alice ha podido leer las criticas que le hace el sistema de guerra gringo al sistema de guerra gringo, con documentación y datos concretos. Alice apenas empieza a descubrir por qué en este país surge tanta música hermosa para amar o bailar, preámbulo a ese mismo amor, pero nada de filosofía, nada de ciencias, nada de pensamiento.

Si John viviera en Toronto podría pedir a la biblioteca de la ciudad varios informes sobre la invasión de Estados Unidos a Panamá, varios libros analizando las tácticas, la política de antes y después, los resultados concretos de esa guerra o por qué, jurídicamente, las cosas se llaman de la manera en que se llaman. Incluso, podría solicitar varias colecciones de textos con las técnicas de manipulación, muchos de los documentos consultados por las personas a cargo de las decisiones, de por qué quitar a un sistema militar títere de Estados Unidos para colocar un sistema con apariencia democrática títere de Estados Unidos, incluso podría leer las autopsias de esos mismos Navy Seals muertos en el aeropuerto civil de Paitilla, la cifra más grande de muertos de ese grupo en cualquier guerra, cuya misión era destruir un simple avión comercial. Si John viviera en Toronto hasta podría escribir un libro sobre el tema.

Imágenes del 2o Encuentro de Literatura
Hispanoamericana en París en septiembre de 2018

Pero John vive en Panamá y no le interesa escribir ese tipo de libros. A John le interesa escribir canciones, que convierte en dinero cuando las canta en bares, y coleccionar los poemas que se le van ocurriendo sobre el imperio, que son los que le gustaron a Alice, o sobre las mujeres que desea que lo deseen y que, engargolados en un folio que cumpla con las bases de algún concurso nacional, le podrían producir hasta 50 veces el salario de un maestro, de los que a veces mueren ahogados en un río rumbo a su escuela sin haber cobrado uno solo de sus meses de trabajo. Pero es como una lotería que podría tocarle a él o a una única persona entre las decenas que se dedican a coleccionar textos de la misma forma y presentarlos en estas competencias. Como no existen editoriales en Panamá, no hay esperanza de que algún día haga un proyecto complejo. En el Caribe es muy dificil escribir el Caribe.

Me han invitado a un evento sobre derechos humanos. Hablarán sobre los grandes logros de Canadá donde se respeta mucho la vida de los otros. Donde ocurre menos crímenes violentos que en el vecindario donde se ubica la presidencia de mi país, la zona más segura de todas. Pero en este país al norte de Norteamérica aún queda mucho por hacer, en especial acerca de los derechos de las mujeres indígenas, que en ciertas zonas todavía desaparecen misteriosamente para surgir después que se derrite la nieve, violadas y muertas.

El evento empieza con un danzante del pueblo ojibwe. Vestido con un tocado de plumas de ave, hace un baile ritual con movimientos de piernas y manos que de alguna manera me transportan a mi Caribe donde danzantes hacen movimientos similares en el contexto de fiestas cristianas impuestas hace relativamente poco. El evento concluye y no puedo dejar de pensar en esa danza.

Vuelvo a casa. Ya han pasado seis meses desde que el mundo se cubrió de blanco. En esta parte del Norte del Norte la nieve puede cubrirlo todo de octubre a mayo. Pero ya es mayo: los días se hacen más largos y la nieve empieza a perder terreno. Triunfa la luz una vez más. El césped, que continuaba verde bajo la capa de nieve, se deja ver y pronto estará cubierto de muchísimas flores moradas. Pero aún quedan acumulaciones de nieve. Algunos bloques demorarán semanas en derretirse, reduciéndose poco a poco, preservados en su propio microclima frío. Uno de esos cúmulos es la gran bola de nieve que hicieron los estudiantes unos meses atrás. La gran bola se ha reducido hasta convertirse en una masa pequeña sobre el llano. Me acerco y empujo la masa de nieve con un pie y allí está: la maleta de mi hijo que llevaba años perdida en los recuerdos. ¿O será en la imaginación?

¿O es que ambas, imaginación y memoria, están hechas de sustancias equivalentes y poco a poco una se irá convirtiendo en la otra y se harán intercambiables y esas cosas que hoy fluyen hacia mis páginas pronto no serán las cosas del Caribe, sino las de este norte que se cubre y se descubre de blanco?

¿O, al contrario, el Caribe en uno de sus hijos es indisoluble y no soy yo el que vuelve a lo real maravilloso de esa zona «donde convergen estupidez y miedo, inteligencia y pasión, asombro y estupor» sino que el Caribe me rodea siempre y no podré evitar nunca mirar al mundo de otra manera?