Huir, siempre huir. El pensamiento original: sospechoso. Expresarlo: un peligro inmenso. Especialmente en la hermética sociedad de los niños.
Santuario. Único templo en el que pedir refugio durante el encierro diario de siete horas. Asilo al que escapar de ser perseguido por la turba. Cobijo peligroso, pero único lugar para un niño solitario.
La biblioteca.
El silencio es sepulcral. Hileras de anaqueles llenos me esconden. Elisa, la bibliotecaria, me ha visto pasar a su lado, traspasando la única entrada, pero dirá a quien le pregunte que no. El riesgo y la responsabilidad son mías, únicamente.
Pero vale el peligro por el privilegio de hojear, abrir y cerrar cuanto libro quiera, el tiempo que sea, en el orden que se me antoje. A mis manos tengo incluso esa fina selección de libros que alguien más arriba proscribió del catálogo.
Sólo debo ser invisible y preservar el silencio, que ahora es perfecto.
Estiro el brazo y tomo el libro de Stevenson. En una semana nadie lo ha tocado, y la solapa aún marca mi punto de partida. Ben Gunn sueña con queso, y yo con que el tiempo se detenga y nadie entre a interrumpirme hasta haber leído lo que falta. Hasta salir de la isla de la calavera, de todas las islas y (pronto lo haré) hasta escapar definitivamente de este recinto minúsculo donde los libros cada vez me parecen menos.
Pero mi sueño se apaga de un cañonazo mientras Jim ve izar la Jollie Roger. La puerta rechina y de un brinco devuelvo el libro a su sitio. El corazón me late con fuerza. Me siento dentro de un barril para manzanas. El cura pasa distraído entre dos anaqueles, pero no me ve.
Devuelvo el libro a su lugar y espero lleno de angustia. No sé qué es peor, si la expulsión temporal del colegio o el destierro permanente de la biblioteca.
Se mueve con rapidez. Va sacando libros y colocándolos en un carrito. No puedo verlo, pero lo escucho y siento el agresivo tufo ibérico en el mediodía tropical. Debo adivinar sus movimientos y oponérmeles con sigilo. Sin tropezar: él en la galería uno, yo a la dos; él en la dos, yo atrás del armario. Mi única ventaja, su ignorancia.
Finalmente, tras unos minutos de agitación se va y la paz vuelve a mi refugio, aunque por corto tiempo. Se ha llevado algunos libros. Entre ellos el mío.
De pronto, dando un portazo, entra Elisa.
―Estuvo a punto ―le digo.
―Para mí es suficiente ―me increpa―. Te vas de una vez.
No discuto con ella. Las reglas son estrictas y siempre las ha roto por mí. Me retiro mansamente, pero no sin antes preguntarle por el destino de los libros retirados. Me interesa sobre todo, poder terminar con el mío.
―Los va a desechar ―me responde con el rostro aún serio―. Hace días los quiere eliminar porque están en inglés, y no sirven.
No hay replica alguna, aunque el dolor me embarga y me acongoja. Los cuentos de Poe, un librito de Lovecraft, dos docenas de National Geographics, The Star Diaries de Stanislaw Lem y la obra completa de Stevenson purgados para siempre. Ninguno estaba en el catálogo, así que nunca existieron.
Y yo, se supone que era invisible y jamás estuve allí.
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© José Luis Rodríguez Pittí
Publicado por primera vez en la Revista MAGA #60-61, Panamá, 2007.