EL INCIDENTE DEL CINEMATÓGRAFO

Anoche, en la tanda de las nueve, me sucedió un curioso incidente en el cinematógrafo. Yo iba con ella, la de siempre, a la misma salita (ínfima salita) de multisala de cine moderno. Nos colocamos más o menos hacia el centro, sin vecinos a los lados y sólo un par de pequeñas señoras enfrente. Apagaron las luces, e inició la tanda de anuncios.

A medida que pasaba el desfile de basura, el local se fue llenando. A mi lado derecho, con descuidado ruido, se sentó un grupo de cuatro personas, o más correctamente, un equipo de dos parejas. La integrante femenina de una de las dos quedó precisamente a mi lado.

No podía verle el rostro por lo avanzada de la oscuridad, pero sí podía sentir su incitante olor a Floré® (el ® es de rigor, exigido por los abogados del editor de esta publicación), a flores, a hembra olorosa en la oscuridad del cine. Claro, yo iba acompañado, y todo esto lo pensé muy en el fondo, sin siquiera insinuarlo con un gesto.

La miré con disimulo. Más bien: observé, solapadamente, la silueta de su rostro hasta que el tenue fosforecer reflejado de la montaña que aparecía en la pantalla me dejó verle brevemente el busto. Quiero decir, me permitió ver lo que en escultura llamamos un busto, el tórax, su tronco de tronco de hembra. De lo que ví, percibí que era bien parecida en aspecto y proporciones, y con el estudiado aroma que, estoy seguro había tardado en elegir, me pareció sensual.

La cinta empezó con mil créditos y un asesinato. Acción inmediata y cero argumento, filmada a la carrera (por un camarógrafo corredor), actores con el aspecto y las maneras de una cruza mal hecha entre un rudo obrero y un iletrado marinero pirata, y una infinidad de hermosas mujeres de mentira. Otra película aburrida que, sólo por complacencia, tenía que aguantarme.

No sé, en verdad, cómo empezó todo pero, de pronto, me encontré con la rodilla de mi vecina. Quiero decir: mi rodilla se topó por un momento con la de ella. Apenas tuve tiempo de darme cuenta consciente de ello, pues con rubor (imaginario, obviamente) ella la apartó de inmediato.

No le di color al asunto. No gasto el intelecto en perversiones, y ese hecho sin importancia hubiera desaparecido de mi mente si no hubiese sucedido más nada luego. Pero después de otro rato de aburrimiento, la rodilla de ella volvió a topar a la mía. Como dije, no me considero depravado, pero ya la cosa, aunque seguía pareciendo accidental, se volvía más interesante que la cinta.

Igual que en la primera ocasión, ella retiró rápidamente el miembro. No, mejor menos literario para evitar malos pensamientos: retiró rápidamente la extremidad, su rótula.
Con la periferia de mi retina, repleta de esas células en forma de bastón que nos dejan ver de noche o muchísima imaginación, no sé, creo que la vi mirando de reojo hacia mí. Sí, eso me pareció y ahora estoy seguro, porque mientras yo la veía, volvió a chocarme con su pierna.

Claro, para ese entonces yo tenía la mía pegada al borde derecho y cualquiera (con ojos nocturnos de búho), hubiera dicho que era fácil que ese accidente ocurriera. Pero yo sé que no fue así. Fue: me rozaron la rodilla mientras me miraban de reojo.

Así de sensual, en la tanda de las nueve.

Y es que, en esos movimientos hubo pasión y una gran carga de sexo y gozo. No sé por qué, pero así lo siento. Fue erótico, aunque nuevamente, debo admitirlo, el toque no fue más que un momentáneo roce. No. Con un roce no hay presión. Empiezo otra vez: debo admitirlo, no fue más que un toque momentáneo.

Claro, si hasta aquí hubiera llegado todo, podrían tildarme de enfermo perverso. Lo sé, y lo admito. Pero no aconteció de esa manera. A pesar de que a mi izquierda me tenían agarrado por el brazo, la siguiente vez la cosa no fue un simple toque momentáneo. Su rodilla y la mía se pegaron nuevamente pero, a diferencia de las veces anteriores, no se separaron. Corrección: a diferencia de las veces anteriores, su pierna entera no se separó de la mía.

Acepto que mi muslo ya para ese entonces era una roca inamovible del borde derecho de mi puesto y, por unos instantes, pensé que el asunto no era más que un accidente. Y aunque deseaba que no, quise creer que mi amiga (mi amante de pierna) creía que se apoyaba en el brazo de mi silla.

Así estuvieron las cosas por unos instantes. Yo no hacía el menor gesto. Ella no se inmutaba. El contacto de nuestras partes era intenso, hondo y riguroso. Su rodilla ahora hacía círculos contra mi muslo. Mi pierna se movía arriba y abajo. Rozábamos los miembros, su pierna desnuda, la mía encapuchada (tiempos modernos estos). Sentía placer en aquello. Sospecho que ella también. No sé más.

Pasó el tiempo, medido por las escenas insulsas de la película aquella, y por nuestras extremidades que jugaban a derecha e izquierda, la mía y la de ella. Y así todo acabó. La película llegó al final, con el héroe y la chica juntos, y los malos acabados. Yo sudaba copiosamente, cuando oí un largo suspiro a mi lado.

—¿Nos vamos?

—Sí. Nos vamos.

Me incorporé. Ya ella lo había hecho apresuradamente en la dirección opuesta, tomada de la mano de otro. Sólo tuve tiempo de ver su espalda (su cabello de bronce cayendo sobre su hermosa figura).

Esto nunca lo supo mi compañera de entonces. Nunca lo ha sabido nadie hasta ahora. Pero a pesar de no haber visto nunca su rostro, saber quién era, oír su voz, acariciar su piel o mirar sus ojos, aún la recuerdo con fervor: su olor apasionante, su perfecta presencia, nuestro sensual encuentro.

Eso fue hace un año. Ahora voy al cine asiduamente. Con otra, con otras. ¡Qué más da! El objetivo es el mismo siempre, ajeno a quien me acompañe.

Aún la busco con celo. Busco aquel olor a Floré®, aquella pierna deliciosa, aquella hembra olorosa en la oscuridad del cinematógrafo en la tanda de las nueve.

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© José Luis Rodríguez Pittí
Publicado por primera vez en el libro "Crónica de invisibles" (UTP, Panamá, 1999).